En plena pandemia, tuve la conciencia encarnada de lo que muchos autores, como Cortázar, hablan en relación con la percepción del tiempo. El tiempo no deja de ser subjetivo, y de verdad parecía que entraba “un cuarto de hora en un minuto y medio”. Al principio, aprovechaba para hacer aquellas cosas que uno dice que no tiene tiempo cuando está con sus actividades cotidianas, pero después aparecían esos lapsos en los que ya no sabía qué más hacer, y entonces surgían los cursos y nuevas dinámicas para experimentar desde el hogar. Como siempre me gustó bailar y la posibilidad de encontrarme con el tango estaba pausada, decidí experimentar otro tipo de danza, aunque no sabía realmente de qué se trataba: danza primal. La palabra “danza” ya llamaba mi atención, y pensar que podría hacerlo en el ámbito de mi casa, encerrada, aparecía en ese contexto como una gran opción.
Llegó el día de la propuesta, y allí estaba, parada frente a la computadora, con la cámara apagada y la facilitadora explicando que era conveniente armar nuestro espacio para movernos, tener claro dónde estaba cada cosa, porque en breve apagaríamos la mirada. No era solo cerrar los ojos, sino quizás tener un pañuelo o un antifaz que permitiera liberarnos de la tentación de abrirlos. ¿Qué divertido, pensé?, y a la vez, ¿qué tan importante sería que mantuviera los ojos cerrados? Imaginaba a vecinos mirándome al otro lado de la ventana, viendo a una persona con los ojos vendados bailando frente a la pantalla. A esa altura, la vergüenza me había abandonado, y solo quedaba sumergirme en la experiencia.
Me puse esos antifaces para dormir y dejé que la música fuera un poco mi guía. Existía un recorrido que invitaba a poner la atención en un chakra y después en otro mientras nos íbamos moviendo, y tenía la impresión de que la mirada en esos instantes comenzaba a ampliarse. Una mirada interna, una observación con los otros sentidos. De pronto, empezaba a escuchar mi propio silencio y tenía la sensación de percibir el contacto de mis huesos y la piel. Me convocaba sentir cómo se profundizaba mi recorrido por un mundo interno, por un ritmo propio, y cómo afloraban con él recuerdos, huellas en el cuerpo, emociones cubiertas de ropa y del paso del tiempo que habían quedado olvidadas o quizás escondidas.
Cuando la mente deja de distraerse con lo que hay afuera, expresamos con el cuerpo lo que hay adentro. La vista, como sentido, es un lugar de contacto con el mundo externo, con nuestro accionar hacia los demás, y cuando nos permitimos cerrar los ojos, también le damos paso al resto de nuestros sentidos para que se manifiesten, contándonos otros puntos de escucha, de olfato, de sabores y de tactos. Tactos y contactos con nosotros mismos.